ANÉCDOTAS DE SANTOS
Anécdota n°100
San Francisco de Asís - Más pobre que el leño muertoUna delgada columna de humo azulado se elevaba al borde del bosque, no lejos de la ermita. Este humo era insólito. ¿A quién se le habría ocurrido encender un fuego tan grande? El hermano León quiso salir de dudas. Se adelantó, separó las ramas de los arbustos y vio, a un tiro de piedra, a Francisco mismo, de pie junto a un pobre fuego. Vio que se agachaba, que recogía una piña y la echaba a las llamas. - ¿Qué estás quemando ahí, padre?
León miró de más cerca. Distinguió los restos de un cesto de mimbre que acababa de quemarse. - ¿No será - dijo - el cesto que estabas haciendo estos días, verdad? León se quedó con la boca abierta. Por más que se empeñara en comprender a Francisco, sus reacciones le sorprendían siempre. Esta vez el gesto de Francisco le parecía de una severidad excesiva. - Padre, no te comprendo. Si fuera preciso quemar todo lo que nos distrae en la oración no se terminaría nunca - murmuró León después de un momento de silencio. Francisco no respondió nada. - Sabías - añadió León - que el hermano Silvestre contaba con el cesto. Le hacía falta y lo estaba esperando con impaciencia. El cesto había acabado de quemarse. Francisco apagó con una piedra lo que quedaba de fuego y, cogiendo a León por el brazo, le dijo: - Ven, voy a decirte por qué he obrado así. Le llevó un poco más allá, junto a un macizo de mimbres, cortó un número bastante grande de varillas flexibles, después, sentándose en el mismo suelo, empezó otro cesto. León se había sentado a su lado, esperando las explicaciones del padre. - Quiero trabajar con mis manos - declaró entonces Francisco -, quiero también que todos mis hermanos trabajen. No por el ambicioso deseo de ganar dinero, sino por el buen ejemplo y para huir del ocio. Nada más lamentable que una comunidad en donde no se trabaja, pero el trabajo no es todo, hermano León, no lo resuelve todo, puede ser incluso un obstáculo temible a la verdadera libertad del hombre, es así cada vez que el hombre se deja acaparar de su obra hasta el punto de olvidarse de adorar al Dios viviente y verdadero, por eso nos es preciso velar celosamente para no dejar apagar en nosotros el espíritu de oración. Eso es más importante que todos. Francisco se calló. Toda su atención pareció entonces concentrarse en su trabajo, pero León, a su lado, veía que todavía le quedaba algo que decir. Algo esencial que debía hacer cuerpo con él y que le costaba trabajo manifestar. Pero se calló por discreción. De repente, Francisco volvió su cara hacia él y le miró con una expresión de grandísima bondad. - Sí, hermano León - dijo con mucha calma -, el hombre no es grande hasta que se eleva por encima de su obra para no ver más que a Dios. Solamente entonces alcanza toda su talla. Pero esto es difícil, muy difícil. Quemar un cesto de mimbre que ha hecho uno mismo no es nada, ya ves, aunque esté muy bien hecho, pero despegarse de la obra de toda una vida es algo muy distinto. Ese renunciamiento está por encima de las fuerzas humanas... León se callaba. Ya no tenía ganas de hacer preguntas. No comprendía, desde luego, todo lo que le decía Francisco, pero le parecía que no había visto tan claro y profundo nunca en el alma de su padre. Lo que le impresionaba, sobre todo, era la tranquilidad con que hablaba de cosas graves, que seguramente había sabido por experiencia. Se acordó de lo que Francisco le había dicho otra vez: “El hombre no sabe verdaderamente más que lo que experimenta.” Seguro que él había experimentado todo lo que decía. Hablaba con tantísima verdad, que León se sintió de repente lleno de dulzura y de espanto al darse cuenta de que era el confidente privilegiado de una experiencia así. Francisco continuaba su trabajo, y su mano tejía el mimbre sin temblar, como jugando... |
“Allí donde reinan la quietud y la meditación, no hay lugar para las preocupaciones ni para la disipación.”
(San Francisco de Asís)